Ya avanzada la noche, tirada en la cama mirando televisión (ruido plomo en la pantalla), miro mi celular: no hay señal, tampoco internet, solo un mensaje de llamada perdida de Alfredo. Salgo a la puerta de la calle pensando encontrarlo. Veo a gente en pijama caminando bajo la lluvia, padres con niños al hombro, niños pequeños de la mano de sus madres. Corriendo. Comentan: «Ya se viene».
En ese momento me pregunto por qué sacaron a los niños en pijama. Alguien me llama por mi nombre, cosa que me parece rara porque yo no sé el suyo; es un pueblo pequeño, se sabe quiénes son los nuevos. Me dice que tenemos que evacuar, que salga rápido. Entro a mi casa a ponerme zapatillas y una casaca, mientras pienso: «Felizmente mis hijas están de viaje» y recuerdo lo mucho que me insistían en armar la mochila de emergencia. Salgo de la casa y veo más gente que corre desesperada. «¿A dónde voy yo?». Soy la más desorientada de todos por vivir en una ciudad extraña. Llamo a Alfredo, dice que me apure, que corra, que me vaya con él al cuartel.
Mientras apresuro el paso, pienso en lo afortunada que soy al tener a mis hijas de viaje. En las callecitas estrechas veo muchachas jóvenes con bebés en brazos, ancianos caminando a paso lento con bastones y a otros, con mejor fortuna o mayor edad, en silla de ruedas. Todos bajo la lluvia. Otra llamada de Alfredo, pregunta dónde estoy. Su voz es más desesperada. Le digo que ya estoy en la esquina. Llego al cuartel, me abren la puerta, saludo al vuelo a todos.
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Alfredo, en un acto de amor que recién reconozco ahora, me da la llave del carro y me dice que me vaya, que huya hacia Yungay. «¿A Yungay?», pregunto, recordando que ese pueblo, en los 70, fue tapado por un aluvión. Me dice que sí, que es el lugar seguro, porque ahora el problema es la laguna de Parón. Lo abrazo, me dice que me tranquilice, que si estoy nerviosa me puedo chocar, que vaya lento y con mucho cuidado. Yo le digo: «Mejor me quedo». Dice que no, que si en verdad la laguna se desborda, todo el pueblo quedaría afectado. Lo abrazo una vez más y me dirijo por la ruta que me indicó. Sigo viendo gente desesperada. Toco la bocina y les digo que voy para Yungay. Suben varias personas. Llego a la carretera Caraz-Yungay.
Gente caminando, el mismo panorama: padres con niños al hombro, madres con bebés, niños pequeños, jóvenes alterados, ancianos con bastón o en silla de ruedas, mototaxis repletos de gente. Sigo el camino conduciendo lento por el tráfico. Llegamos a una intersección: «¿Nos vamos a Yungay o para Tocash?». Yo pienso para Yungay, porque para Tocash se tienen que pasar puentes. Las señoras que están conmigo y son de la zona dicen: «Para Tocash». Yo pienso: «Mejor sigo a Yungay; total, si las cosas se complican, no me quedaría atrapada en el cerro. Yo no tengo familia ni a nadie conocido por aquí. Desde Yungay puedo seguir ruta hasta Carhuaz, Huaraz o a Lima para ver a mis hijitas. Me voy hasta Cusco si es posible».
Llego a Yungay, la gente está tranquila, aquí no pasa nada. Llamo a Alfredo y le pregunto si hice bien. Dice que sí, pero que todo el callejón es peligroso. Le pregunto si es mejor ir a Tocash. Dice que sí, que tomar altura es lo mejor. Las señoras que están conmigo me dicen: «A Tocash, a Pueblo Libre, que sus familias ya están ahí». En el camino, ellas hablan con sus familias y les dicen que al puente Cornejo se lo llevó el río. Otra llamada, dice que el camal municipal fue arrasado. Ellas se desesperan. Vamos rumbo a Tocash. Llego a la intersección, cruzo el primer puente Bailey, recientemente colocado (al anterior se lo llevó el Niño Costero). El segundo puente, que lleva a Tocash, se ve bastante fuerte, pintado de amarillo.
En ese momento, con terror, pienso en el puente de Castañeda, el que no se derrumbó, el que solo se cayó. El niño que está en la ventana le dice a su mamá: «El río está feo, lleno de piedras». Ya en Tocash, veo un par de camionetas regresar mientras me meto en un embotellamiento. Ya no se puede subir más. Mientras espero, me tocan bocinas. No puedo seguir porque la carretera está llena de carros. De un momento a otro, la gente se ve más relajada. De los carros cuesta arriba se bajan dos chóferes, me parece que para arreglar un roce o choque. Las voces de fuera dicen que ya pasó la alarma, que ya se puede regresar a Caraz. Espero a que se vayan los carros, retrocedo y doy la vuelta en medio de la multitud, de los carros, de las motos. Nuevamente a Caraz.
Ahora escucho a gente reír, generalmente varones jóvenes, que dicen: «No pasó nada, no sé por qué la gente se asusta por gusto». Llego a Caraz; mientras las señoras bajaban del carro, me fijé en quiénes habían subido: eran madres con varios niños pequeños que estaban dormidos. Veo mi celular: un aviso del alcalde calmando a la gente porque la alerta ya había pasado, que guarden agua hasta que se solucionen los problemas. Llego al cuartel, al fin veo a Alfredo con cara tranquila. Algunos de sus compañeros sonríen, se nota que están coordinando. Me siento tranquila al verlo, me siento aliviada. Le digo para irnos a casa, me dice que no, porque está esperando a su gente.
Lo espero para irnos juntos. Alfredo dice que ellos tienen un informante que ya les confirmó que en Parón no había problemas, pero que sí hubo un huayco. A la mañana siguiente, mientras escribo, escucho sirenas. Algunos se ríen y dicen: «Esas sirenas debieron sonar anoche». Otros refutan: «Es que ahora están acudiendo a los afectados, porque el huayco se llevó dos puentes». En el pueblo estuvimos sin agua varios días, riéndonos del susto y de nosotros mismos. Ahora Alfredo y yo estamos divorciados y él nunca siquiera leyó esta crónica.
Caraz, enero de 2019.