15 de julio, 9 pm. Control de San Jerónimo. El frío te muerde hasta los huesos. El caos comienza cuando bajas del taxi y te acorralan los rapaces jaladores. ¿15 o 20 soles? ¿Bus o camioneta?, ¿seguridad o velocidad? En un instante, tratas de recordar qué vehículos caen más a los abismos. Eliges al jalador más carismático y te lanzas a agarrar el asiento más cómodo. Sabes que la montaña rusa ha comenzado.
Es la cuarta vez. La primera vez fui de pasada, camino a Tres Cruces para ver la salida del sol; una experiencia increíble. La segunda, con un grupo de amigos con los que terminamos haciendo travesuras memorables. Todos regresamos a Cusco emocionados, jurando volver el próximo año para bailar detrás de las danzas, con botas y casacas de cuero. La tercera fue con mi hija mayor. Estuve solo unas horas, fui a ver bailar a mi hermano y regresé a Cusco por el trabajo.
Entrar a Paucartambo en medio de la fiesta es sumergirse en una realidad paralela. Al llegar al pueblo, todo parece un caos. La gente con mochilas, mantas y bolsas de dormir camina apurada buscando alojamiento. Tener un cuarto con ducha y baño es como un hotel de cinco estrellas; conseguirlo fue difícil y caro. Gracias a mi hermano, esta vez mi estancia será de lujo. ¡Gracias, bro!
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Lo primero que llama a atención, son los trajes, con pedrería, lentejuelas y finos bordados, son verdaderas fortunas y obras de arte. Todos hablan de su traje con mucho cariño. Un danzante cuenta con entusiasmo cómo aprendió a bordar, otro que viene de una familia de danzantes y que sería imposible que no haya bordado su propio traje. Otro dice que aprendió a bordar «porque no valdría la pena tener un traje tan elaborado», y otro dice que toda su familia metió mano en el bordado. Otro, con un traje majestuoso, cuenta que, aunque compró algunas piezas, lo hizo con cariño y respeto, y admira a todos los que elaboraron sus propios trajes.
Cámara en mano, lista para disparar a quien se atraviese, me detengo para cazar a un ch’uncho que toma una Coca-Cola en la puerta de una tienda de abarrotes. La imagen, con la luz y postura perfecta, algo me hace dudar en disparar para no incomodarlo. Detrás, aparece una cuadrilla de ch´unchachas con sus plumas y delicados trajes. En un abrir y cerrar de ojos, el ch’uncho ha desaparecido. En todo momento, parece que por mirar una cosa te estás perdiendo miles de hermosas imágenes que se suceden vertiginosamente.
La fiesta, para los ojos de los nuevos visitantes, parece un caos total. Pero pronto entiendes que los roles están definidos y el programa se elaboró con cuidado. Nada puede salirse de ese orden, y solo excepcionalmente hay excesos.
Hay misas. Veo a gente devota que, al acercarse a la virgen, rezan llorando, agarrando sus flores con fuerza. Por otro lado, están esas viejitas con los ojos cerrados que susurran sus rezos moviendo los labios rápidamente. En un parpadeo, empiezan a pelear y empujar a unos niños para avanzar entre la multitud. Los amigos que me conocen me preguntan burlándose: «¿Qué haces por aquí?». Les respondo, más burlona aún: «¡Estamos dentro! porque hoy dejan entrar a los saqras«.
Se supone que los danzantes, deben tener los pies sobre la tierra, por momentos parecen levitar. Cuando sientes o ves situaciones extrañas lindando en lo paranormal, lo justificas con el cansancio del trajín y la cerveza. Intentas ordenar la mente y recuerdas: «tienen zapatos, yo vi y fotografié esos zapatos».
Si deseas tener la sensación de ser el amo del universo puedes asumir la responsabilidad de ser “El carguyoc”. El trabajo que realizan es extraordinariamente agotador, estresante y costoso. Poseen autoridad absoluta para mantener el orden. “Primero tú, y luego tu”. Dan prioridad a los bailarines, familia e invitados, y si intentas escabullirte, pueden detectarte desde larga distancia y fulminarte con la mirada.
Cosas que aprendí este año:
Si por curiosidad alguien se atreviera a abrir a esta virgen como una matrioskarusa, saldrían las cuadrillas una a una. Primero los saqras, y al abrirlos, los ch’unchos, y luego los negros, los qollas, las qoyachas, las chu’nchachas, los maqt’akuna, y así sucesivamente todos los danzantes. También, y, sobre todo, estarían:
Los lujos desbordaban la escena: trajes fastuosos, manjares y licores que fluían sin cesar. Pero más allá de la opulencia, mis ojos se posaron en una multitud unida por una fe tan profunda como incomprensible. Observé a la gente llorar y orar con fervor ante una escultura bellamente tallada.
La celebración, en su efervescencia, revelaba la dolorosa brecha social que nos separa. Era la misma fiesta que pasaba por encima de la gente del pueblo y las comunidades, sin que nadie pareciera inmutarse. Vi a algunos, vestidos para la ocasión, moverse con una seguridad que sentían merecida, mientras otros, en su misma condición de no invitados, esperaban en el umbral, con la mano extendida, la caridad de los carguyoc.
Esta fractura social nos arrastra y nos golpea en la cara, pero a menudo la ignoramos, o más bien, la aceptamos de buen grado si nos encontramos del lado del privilegio. Es el mismo abismo que nos hace aferrarnos a nuestras raíces cuando nos conviene, esas mismas raíces que en otros momentos despreciamos con total descaro.
19 de julio, 12:42 am, fin de fiesta para mí. En la mañana salí a comprar pan y a fotografiar las calles, que creía vacías, vi a gente en la plaza frente a la municipalidad, riendo y conversando, tomando sus últimos tragos.
También recordé como en ese pueblo, durante la fiesta, por la magia de la realidad paralela o los efectos del alcohol, la gente (y yo alguna vez) se enamora perdidamente. Este año solo fui testigo de esos amores adolescentes y añejos. Los miré con ternura y sonrisa pícara, pensando: «lo que pasa en Paucartambo se queda en Paucartambo«.
Al regresar de Paucartambo, tararearás sí o sí a «Los Campesinos», a «Los Qollas» o a «Los Negros», para que no sea tan amargo el regreso a la realidad, también te sorprenderlas sacando cuentas, faltan 359 días para la fiesta.