Mis hijas decían, cuando yo les hacía escuchar la música que me gustaba (Spinetta, Cerati, Páez, Portishead, Black Sabbath, The Cure, Alaska, Joy Division): «Mamá, si tú siempre estás feliz, ¿por qué escuchas música tan triste?».
Cuando tenía 10 años, adoraba la música y cada canción que salía en la radio era mi favorita, describiendo mi vida con múltiples rupturas y desamores que aún no había tenido. (De muy niña, molesta, le dije a mi papá: «¡Porqué no hay canciones con otros temas aparte del amor!»). La radio era mi referente por excelencia, bailaba las canciones de Nubeluz, pero nunca las escuchaba a solas.
La primera y más antigua canción favorita que recuerdo es «El genio del Dub» de Los Fabulosos Cadillac; luego «Estrechez de corazón» y «Mil horas». Detestaba la batería repetitiva y floja de los ochenta. Escuchaba la nueva ola: Camilo Sesto, Juan Gabriel, Roberto Carlos, Leo Dan, tangos, boleros y a todos esos viejos con cara de viejos.
Escuchaba todo lo que sin esfuerzo llegaba a mis oídos; así, casualmente escuché a Soda Stereo en la azotea de la radio (Panamericana) sin darle la importancia que ahora le daría; solo tenía 6 años. Yo estaba al tanto de la «más más»; estaba segura de que mentalmente les dictaba cuál debería ganar esa semana. Llamaba a la radio para hablar y decir lo que me gustaba: a Frecuencia 95, Sinfonía en Stereo, Panamericana, etc. andaba tan pegada a la radio que, de tanto llamar, una vez gané una bolsatelite.
Caminaba con desdén y altanería; yo, una niña de 10 años, dirigía la industria radial de todo el país hasta que llegó Gianmarco con esa canción que sonaba todo el día: desayuno, almuerzo, cena y baño, a toda hora, en todo lugar. Lo invitaban a la radio, lo felicitaban por el éxito; yo, muriendo de dolor e impotencia, imagino que ya tenía 12 años viviendo en esa situación de supuesto poder, hasta que me di cuenta de que no era yo la dirigente y manda más. Muy por el contrario, ellos dirigían mi mente y lo que me tenía que gustar.
Fue tan fuerte la desilusión que ya no quería escuchar radio; estaba perdida en un mundo silencioso porque toda la gente que estaba a mi alrededor solo escuchaba radio según sus preferencias: nueva ola, salsa, cierto rock. Todo con lo que yo había crecido; esa burbuja en la que había crecido. Desolada anduve en silencio varios años solo escuchando los casetes que grabé con mis canciones favoritas.
Mi hermano mayor tenía ciertos casetes que no estaban a mi disposición; recordarán que los casetes eran muy cuidados por su fragilidad. Así que, si él escuchaba algo, yo aprovechaba para poner mi oído cerca. Una mañana silenciosa prendí el televisor y de casualidad vi la película «The Doors». ¡Wow!, ¿existe ese tipo de música? Me enamoré perdidamente de Jim Morrison; obviamente yo era Pamela Courson.
Mi vida tenía música otra vez. Secretamente aproveché que mi hermano no estaba y me deslicé a su habitación para buscar si tenía algo de The Doors, en ese momento para mí, los reyes del universo. Encontré a ACDC, The Beatles, Dire Straits, Milli Vanilli… nada parecido a The Doors. Pero ahí me di cuenta de que la vida podría ser menos insoportable.
Cada vez que podía veía ese programa de TV de rock, que daba muy tarde; que por mi corta edad no resistía; aún así, no entendía mucho a Gerardo Manuel. Me volví fanática de The Doors; conseguí todo lo que pude y le puse más atención a esos amigos y amigas que tenían sus propios casetes. Como siempre, la gente era un poco egoísta y se guardaba las cosas; todos esos querían ser caletas. Afortunadamente, una buena amiga me facilitó sus casetes para grabarlos. Luego me conseguí un novio melómano que me facilitó mucha música y yo lo adoraba por eso.
Recuerdo que ya en la universidad alguien me presentó a otra persona: «Te presento a Stella, fanática de The Doors; te va a caer bien». Tanto escuché a The Doors que ahora no los soporto.
En otro tiempo ya, conocí a otro amigo que a un par de amigos y a mi nos invitó a participar en su programa, en radio Arcoiris “Comunicación a colores”. Yo detrás de un micrófono: ¡qué miedo! Hasta ahora muero de miedo y no supero esa fobia. Teníamos un segmento en el programa al que feliz iba los domingos «Cantoenfermo – El renacer de la vida » de 10 a 1 p.m., y este amigo ponía cosas rarísimas; otro mundo se abría ante mis oídos: ¿qué era esta nueva locura? Recuerdo un domingo que llegué a mi segmento del programa con algún dato para leer; estaban entrevistando al Sr. Montaña. Varios amigos estaban ahí mirando, emocionados; ¡El Señor Montaña¡, ahora no lo admitirían, pero estaban casi llorando… yo los vi y así se nieguen; yo los vi.
Traté de escuchar qué decía el Sr. Montaña, que era un grandote cara seria y, a la vez parecía un tipo muy tierno y amable; mientras tanto ponían su banda Voz Propia… ¡demonios! ¿Qué es eso? ¡Wow…! Ya los había escuchado porque el amigo dueño del programa ponía Leuzemia, Voz Propia, Aeropajitas, Rafo Raez, pero con el Sr. Montaña en el set de la radio era otra cosa, además que todas esas bandas ya me estaban abriendo las orejas para meterse en mis oídos con dulzura y violencia. A la radio también vino el súper Rafito Raez, un tipo tan hablador como amable. Ahí ya tenía 18 años.
Al amigo dueño del programa de radio, se le ocurrió organizar un concierto «Antes del fin del mundo» (31.10.99) con los Aeropajitas y los grupos teloneros de la ciudad, y yo le tenía que ayudar, ¡obviamente!, cosa que hice con mucho gusto. El día del concierto ya los había escuchado en la radio, así que las cosas no podrían ser tan diferentes. Primero entraron los teloneros: unos metaleros que cuando los veías debajo del escenario parecían niños vestidos de Drácula con voces agudas y tiernas, hasta que se subieron y parecían encarnar al mismísimo demonio; esos niños guturaban terroríficamente ¡tacaw!
El momento de los Aeropajitas fue épico —como dicen los jóvenes ahora—. Mi tierno y delgado cuerpo se llenó de tanta adrenalina que era imposible no saltar, gritar o dar vueltas en el pogo. Mi función en ese concierto era estar en la puerta cobrando las entradas… función que abandoné apenas empezó a gritar El macha; otro mundo se abría ante mí.
Los Aeropajitas —a quienes había escuchado en la radio— pero en vivo eran una máquina.
Las únicas niñas que nos atrevimos a entrar al pogo fuimos una amiga —que ahora ya no está entre nosotros— y yo; ambas tímidas o creídas, esperando que la otra se acerque… estábamos paradas ahí saltando y no nos hablamos hasta que el primo de ella nos agarró de las manos como a niñas en el parque y nos dijo: «Abrácense y entren al pogo, ¿ya?, para que no se caigan; igual nadie les hará nada… todos estos son inofensivos».
Yo estaba con un vestido larguísimo que terminó lleno de barro, cerveza-cañazo. Fue la última vez que me lo puse y, luego de ese día, mi vida ya no pudo ser la misma, el Cusco no volvió a ser el mismo; había cruzado al otro lado: tenía el poder de escuchar todo. Aprendí a escuchar huayno, chicha, música clásica, post-punk, sicuris… metal… música brasileña sin importar el estereotipo al cual siempre quieren encasillar. Los que debo enumerar —y espero, para que se rían entre dientes, todos los que hayan llegado hasta aquí—: si escuchas huayno eres cholo; chicha, delincuente; clásica y jazz, snob; post-punk, emo; metal, amargado y drogo; rock, rebelde sin causa… drogo. Sicurís y música andina, wajchahippie-marihuano… nueva ola… no sé qué se les dice a los que solo escuchan nueva ola… punk, vago y drogo… axé, cumbia, reguetón, estúpido y fresa.
Cuando escucho música, mi cuerpo baila solo; estos últimos géneros musicales —y otros más— no me agradan del todo: los puedo escuchar un rato y bailar, pero luego me empieza a doler la cabeza y debo salir corriendo. Una cosa que sí me fastidia muchísimo es que cierta música —que es, digamos, más aceptada por la mayoría— nos invada de forma tan agresiva en todo lado sin que nadie pueda quejarse, ¿Qué pasaría si, en cambio, pusieran heavy metal?.
Ya pasaron 24 años del primer fin del mundo que viví: con el primer concierto de los Aeropajitas. Desde que salió el anuncio que llegarían a Cusco quería comprar mi entrada. Tenía el plan perfecto: dejar una chamba que irresponsablemente había descartado para ir al concierto.
Preparé unas preguntas inocentes para entrevistar al Machita, esperando sean lo suficientemente precisas y divertidas para que no dé una largada… creo que él nunca me largaría, igual estaba asustada. Mis inseguridades son más grandes
Luego recordé, ya tengo mediana edad, no tengo dinero de sobra, así que mi vida debe estar en alguna órbita.
Decidí aceptar la oportunidad de trabajo —que era algo bastante bueno—, hice lo tenía que hacer: compré el boleto de autobús y me fui a La Blanca, ciudad. Hice el trabajo y una noche con los amigos que hice teníamos que salir a despejarnos un poco: unos amigos rockeros (Los Flechados) tocarían en algún bar… siempre hay un rockero amigo en algún lugar… todos los rockeros tienen algo particular… es una hermandad… somos una hermandad.
Fuimos a ver qué hacía la gente en Arequipa por Halloween… yo queriendo ir al concierto —que ni sabía bien dónde era porque no me invitaron directamente—, alguien del grupo dijo: «Los Chapillacs tocan en algún sitio cerca». Desviamos la ruta… Llegamos a una casona hermosa con el techo de sillar pintado de negro… La banda con mil músicos se instalaron… terminamos bailando La cumbia delincuencial… todos alrededor eran cualquier cosa menos delincuentes, yo susurraba para mi, Podrán pasar mil años y no me verán caer!
Ya en madrugada para regresar al hotel nos esperaba una larga caminata. Le preguntamos al amigo que nos llevó a los Chapillacs cómo llegaría a su casa… dijo que «había llegado en camioneta, pero como se había estrellado contra un poste se quedaría a seguir tomando en otro bar». Soy tan feliz siendo «infeliz» a mi manera.
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