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No vive ya nadie en el Cusco

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En el corazón de los Andes, se alza Cusco, una ciudad que seduce con su aura de misterio y tradición. Sus calles, cual laberinto de piedra, ostentan palabras que despiertan curiosidad y reflexión. Pera, Abracitos, Ataúd, Purgatorio, Amargura y Afligidos son nombres de calles bastante particulares con su respectiva justificación en la historia o leyenda urbana. Pero la peculiaridad de Cusco no se detiene en sus callejuelas. Sus autobuses, coloridos y bulliciosos, también portan nombres singulares que reflejan la idiosincrasia local: Zorro, Satélite, Batman y Liebre, entre otros, surcan la ciudad como personajes de un cuento fantástico, llevando consigo a los habitantes en su trajinar diario, ocasionando frases cotidianas como ¡me dejo el zorro!, ¡con las justas alcance a la libre¡ etc. Cusco se ha convertido en una ciudad de paso, sin vecinos, sin niños jugando en la calle a excepción de junio donde en las plazas se ven grupos de personas ensayando danzas. Cusco es una ciudad que desplaza a sus ciudadanos a las periferias.

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Hace 25 años junto a un grupo de amigos, bajo la dirección de Povea, dimos vida teatral al poema de Vallejo, «No vive ya nadie en la casa». Aquella experiencia fue el inicio de un proceso creativo que nos sumergió en la esencia del poeta. Sus palabras se convirtieron en movimientos, luces, sonidos y respiraciones agitadas por las constantes subidas y bajadas de las escaleras de una casa con una vista privilegiada de 360 grados de Cusco.

Por diversas razones, dejé mi ciudad, hastiada de un hastío generalizado. Irónicamente, esa misma sensación me trajo de vuelta. He sido testigo constante de la metamorfosis de Cusco, desde las tiendas junto a la iglesia de La Merced hasta la heladería Le París en la Plaza de Armas. Mi recuerdo del Cusco antiguo evoca casas viejas repletas de gente. La mía, en particular, era una casa con huerta, teníamos árboles de cerezo verde y rojo, manzanos, (árboles a los que me trepaba con mucha destreza) rosales y un arbusto de hinojo donde creo recordar fueron mis primeros pasos. La casa de mi abuelo acogía a casi toda la familia. Afortunadamente, aún tengo la dicha de vivir en esa casa en el centro, a tres cuadras de la Plaza de Armas.

De niña, no solía jugar en la calle. Tenía una prima con la que compartía juegos y peleas constantes; nos llamábamos «las gemelas». Aunque teníamos vecinas, nunca jugaba con ellas. Las niñas permanecían en sus casas, al igual que mi prima y yo, mientras que los niños, mis hermanos y primos, salían a jugar fútbol, tiros, trompo o a volar cometas. No sentía la necesidad de salir; tenía todo lo que necesitaba en casa, un patio grande para saltar soga y jugar plic plac. Quizás también fue el miedo inculcado lo que me persuadió a quedarme en casa.

Recuerdo a los adolescentes de los 80 reuniéndose en las esquinas, aguardando el paso de mis primas, que eran muy bonitas. En mi adolescencia, esa escena ya no existía. Poco a poco, la gente fue desapareciendo de mi calle. Dos casas, antes repletas de inquilinos y familias que vivían en una o dos habitaciones, quedaron vacías. El tráfico era casi inexistente, lo que permitía a los niños jugar fútbol en la calle. Si tenía que salir a comprar mientras jugaban, corría el riesgo de recibir un balonazo. Recuerdo que detenían el juego si pasaba una persona mayor o una embarazada, pero si eras del otro grupo, continuaban jugando sin importarles. A mí me respetaban solo si mis hermanos estaban presentes. A veces, simplemente corría para evitar el balonazo.

No estoy segura de qué ocurrió primero: si fue la paulatina desaparición de la gente o el aumento del tráfico lo que acabó con los partidos de fútbol. Mi primer enamorado vivía en el centro, por lo que nos encontrábamos a mitad de camino entre nuestras casas. Todas mis amigas vivían cerca y mi colegio estaba a dos cuadras.

A pesar de conocer la zona, había calles que me daban miedo, sobre todo en carnavales, debido a la presencia de cantinas, chicherías o porque eran estrechas y largas. Precisamente durante esas fechas, esas calles se volvían intransitables. Tampoco sé qué sucedió primero: si la ley que prohibió jugar carnavales o la desaparición de la gente.

Creo que todos éramos felices y nos sentíamos orgullosos de vivir en la casa de los abuelos, en el centro, cerca de todos. Los niños íbamos y volvíamos caminando al colegio. Nuevamente, no sé qué ocurrió primero: si los niños crecieron, formaron sus familias y ya no cabían en la casa de sus abuelos, o si familias enteras desaparecieron, mudándose a la periferia de la ciudad.

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Ahora, tras trece años de ausencia, al regresar, ya no tengo vecinos. Las dos casas colindantes están vacías y las demás se han convertido en hoteles, Airbnb, lavanderías, agencias de viajes. Las calles que antes eran peligrosas, ahora turísticas, ya no lo son. 

Las casas están llenas de gente que no vive aquí, foráneos, o permanecen vacías, en venta o en litigio. No sé con qué frecuencia la gente visita la Plaza de Armas, ya que los negocios allí son muy caros y están dirigidos al turismo.

«No vive ya nadie en la casa», como dice Vallejo.

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