Hace un par de noches, el azar quiso que me encontrara con un amigo. Uno de esos con los que no hay mucha cercanía, pero a quien guardo un cariño especial. En quince minutos puedes resumir la vida entera, la tuya y la de él, y sentir que no han pasado quince años desde el último abrazo. Y sin más, me contó su odisea: el rodaje de un video sobre unas llamas de piedra. El proyecto le llevó cuatro años.
Durante los primeros tres años, viajó desde Lima hasta Choquequirao y caminó, cada año, por senderos perdidos durante cuatro días —dos de ida y dos de vuelta— para darle forma a su idea. Al cuarto año, con la pieza ya terminada, volvió a recorrer el mismo camino. Se enfrentó a los fantasmas de la montaña, al miedo de que una lluvia torrencial lo sorprendiera en la inmensidad de la nada y a todas las quimeras que habitan esos caminos.
¿Cuál fue su único propósito? Proyectar esas llamas de piedra sobre las llamas reales de Choquequirao. Comer canchitas en el lujo de una cajita de cartón. Todo por el simple y puro placer de verlas correr donde las había imaginado. ¿Qué beneficio económico pudo haber en semejante hazaña? ¿Cuál fue la recompensa? Quizá solo la íntima satisfacción de haber cumplido un sueño.
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Tiene una hija que depende de él y una esposa que no lo comprende, pero que lo ama y espera en casa. ¿Por qué lo hizo? Debe estar loco para atreverse a soñar. Pero son precisamente esos locos quienes nos ayudan a sostener la absurda realidad que defendemos a capa y espada, como si en verdad valiera la pena.